Del Caos Compartido al Silencio Propio: Mi Rincón a Pasos del Manquehuito

 

Hola, Hola, 

Me sigues aún acompañando en esta travesía? lo Agradezco, hoy te vengo con un capítulo de mi vida, en que por fin me tocó experimentar, vivir sola...

Después de una temporada de compartir techos y risas – primero con desconocidos que se volvieron compañeros de supervivencia, luego con amigos entrañables que eran familia elegida, y finalmente con mis queridas mejores amigas, cómplices de tantas aventuras – sentí una punzada diferente. Una necesidad de espacio propio, de silencio elegido, de un lienzo en blanco para pintar mi día a día. Así nació la idea de mudarme sola.

Encontré el lugar perfecto: un departamento sencillo, luminoso, con ese aire tranquilo que tanto anhelaba y, lo más importante, a tiro de piedra de mi amado Manquehuito. La decoración fue un proyecto personal, un reflejo de mi alma: colores neutros que invitaban a la calma, plantas que traían la naturaleza adentro, libros apilados como tesoros y fotografías que contaban historias. Cada objeto tenía su lugar, cada rincón respiraba paz. Era mi santuario, mi pequeño universo personal.

Mi primer cumpleaños en ese departamento fue una verdadera revelación, y no precisamente por la soledad que uno esperaría. Caía justo cuando el mundo cumplía un año de vivir en "modo Covid", así que la idea de una fiesta multitudinaria era tan improbable como encontrar papel higiénico en los supermercados de 2020. Pero no la necesitaba. En lugar de una extravagante torta y un coro desafinado de cumpleaños feliz, me rodeé de la mejor compañía posible: mis tres amigas más cercanas (las valientes que desafiaron el toque de queda emocional) y mis tías, esas mujeres que siempre traen amor y un par de tuppers con comida. Nos reímos, hablamos hasta la madrugada y la "quietud" del departamento se llenó de una calidez que abrazaba el alma. Me preparé mi comida favorita (o lo que quedó después de mis experimentos culinarios), encendí velas, puse mi música preferida y me permití disfrutar de mi propia compañía, y la de quienes sí podían estar. Descubrí el placer de celebrar mis logros y mi existencia a mi propio ritmo, sin presiones ni expectativas ajenas, y con la certeza de que incluso en los tiempos más inciertos, la verdadera conexión es el mejor regalo.

Poco después, una pequeña aleta brillante llegó a mi vida. Fue un regalo de un compañero de trabajo, y aunque su nombre oficial era Pez (sí, creatividad al máximo), para mí era mucho más. Su presencia silenciosa y sus movimientos elegantes llenaban el departamento de una calma inesperada. Alimentarlo y observar sus nados pausados se convirtió en una rutina de ternura que me anclaba al presente. Pez era un recordatorio constante de la belleza serena que encontraba en la naturaleza, y que ahora, gracias a esa pequeña y vibrante vida, también habitaba mi propio hogar.


Las comidas en mi casa eran, bueno, digamos que intentos heroicos de autocuidado que a veces rozaban lo cómico. Experimentar con recetas era mi manera de poner a prueba la paciencia del detector de humo, y el aroma de las especias llenando el aire a menudo significaba que algo se estaba carbonizando. Pero ahí estaba yo, sentada a la mesa, sin prisas, saboreando cada bocado... o al menos lo que había sobrevivido a mi incursión culinaria. Eso sí, cuando lograba evitar un desastre, el mérito era doble. A veces invitaba a amigos cercanos, y mi pequeño comedor se llenaba de risas y conversaciones que se extendían hasta la madrugada, generalmente entre el asombro de ellos por mi capacidad de sobrevivir a mis propias creaciones y mi promesa de pedir pizza la próxima vez. Esas charlas, íntimas y profundas, tejieron lazos aún más fuertes y llenaron mi espacio de una energía vibrante y amorosa, a pesar (o quizás gracias a) los riesgos gastronómicos que corríamos.

Pero también había momentos de introspección, de silencio contemplativo. Me sentaba junto a la ventana, observando el cielo cambiar de color, sintiendo la suave brisa que entraba. En esos instantes, la cercanía del Manquehuito se hacía palpable, casi como si su energía protectora envolviera mi hogar. Sabía que en cualquier momento podía escapar a sus senderos, respirar su aire puro y recargar energías.

Vivir sola en mi rincón cerca del Manquehuito no significó soledad, sino la oportunidad de construir un espacio que realmente resonara con quien era. Fue un tiempo de autodescubrimiento, de celebrar mi propia compañía, de nutrir mis pasiones y de fortalecer los lazos con aquellos que realmente importaban. Fue un capítulo donde aprendí que la verdadera paz se encuentra dentro de uno mismo, y que a veces, el mejor refugio es ese espacio personal que creamos con amor y autenticidad. Y aunque la vida siga girando en su modo aleatorio, este pequeño departamento siempre será el recordatorio de que, a veces, la mayor aventura es reencontrarse con uno mismo.

 

Y ustedes, ¿han tenido ese momento en que sintieron la necesidad de crear su propio santuario? ¿Qué significó dar ese paso hacia la independencia, o cómo han encontrado la paz en sus propios espacios? ¡Me encantaría leer sus historias en los comentarios!


Fuentes:

Imagen disponible en: https://es.pinterest.com/pin/211174972246902/

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