Entre lo Ajeno y lo Propio: Despliegue de Alas en Tierra Extraña

 

Hey,

¿Cómo te sientes?. Espero que ahondes en esa sensación, que la explores. ¿Y qué dices de mis palabras? ¿Te han llevado a un punto donde consideras desabrocharte el cinturón y bajarte de este viaje? ¿O piensas seguir acompañándome?

Bueno Vamos... sigue conmigo...Continúo expresándote como me sentí luego de mi llegada a Chile (es que debo rememorar siempre el primer instante “po”). El eco de mi soledad inicial (ujujujuuuuu vaya que poético) se disipó entre risas. Aparecieron las caras nuevas, como las ya conocidas (mi Tía y Lorena) y  los cómplices inesperados de esta aventura. Vanessa, con su chispa inagotable, fue una de las primeras. Nos conocimos en un el centro comercial donde ambas trabajábamos, por pura casualidad, y de inmediato supimos que compartíamos la misma sed de vida y la extraña experiencia de ser foráneas. Ella, con sus historias de viajes, y yo, con mis anécdotas, tejimos una amistad rápida. Con ella, el asfalto santiaguino se hizo menos ajeno, y los días se llenaron de conversaciones que se extendían hasta la madrugada, desentrañando las peculiaridades de esta nueva cultura.

El ámbito laboral, sin embargo, fue otra historia (ya ahondaremos ahí), por ahora en líneas generales puedo decirte que mi llegada a una nueva empresa fue como entrar en un laberinto silencioso. La cultura, el ritmo, los códigos no escritos... eran un muro invisible. La formalidad era casi tangible, el "usted" una barrera constante, y el humor, tan diferente al mío, a menudo se perdía en la traducción. Hubo días en que la frustración me oprimía el pecho, cuando las palabras parecían atragantarse antes de salir, o cuando sentía que mi energía Vibrante chocaba con una pared de contención. La adaptación fue un ejercicio de paciencia y resiliencia, de aprender a bailar al ritmo de una música que apenas comenzaba a entender (imagino que para todos los que migran es así). No fue fácil. La informalidad cálida de mi país natal se extrañaba en cada saludo y en cada pausa para el café o para el té. Yo me hice espacio, lo digo con Orgullo, logré calar en los corazones más fríos.

Pero Santiago tenía un secreto para mí, un bálsamo para el alma cansada: sus montañas. La Cordillera de los Andes se alzaba imponente, una promesa constante de escape. Mis fines de semana se convirtieron en peregrinaciones hacia esas cimas. Desde las faldas del Cerro San Cristóbal, con su vista panorámica, hasta las rutas de trekking en el Cajón del Maipo, y por supuesto el amor incalculable que le tengo al Manquehuito, cada ascenso era una liberación. El aire puro, sólo en aquellos lugares podría encontrarse, el silencio roto solo por el viento, los caballos con su andar y el canto de los pájaros, la inmensidad de los paisajes nevados o verdes... allí, en la grandiosidad de la naturaleza chilena, mi espíritu se desplegaba. Era en esas caminatas donde me reconciliaba con la dureza de la semana, donde el alma de Jóeneth se sentía verdaderamente libre y conectada con algo más grande que mis propias ansias de adaptación.

Y, claro, en medio de este despliegue de alas, también hubo espacio para los amores. Santiago, con su mezcla de lo clásico y lo moderno, se convirtió en el telón de fondo de encuentros efímeros y pasiones inesperadas (aquí tenemos mucha tela que cortar). Hubo el ingeniero pragmático que me sorprendió con su ternura oculta (entre nosotros, él encarnaba a la perfección esa figura de "todos tenemos alguien que no tenemos”, ese vínculo etéreo y profundo, esa ausencia y esa presencia. Si por casualidad estas líneas te encuentran, entenderás que eres tú); el deportista y joven, que me enseñó a ver la ciudad con otros ojos;  el viajero que, como yo, estaba de paso, dejando una estela de risas y despedidas, una conexión fugaz pero intensa; y estuvo aquel, con quien la única opción era simplemente entregarse...




Cada uno, a su manera, fue una pieza en este rompecabezas emocional. Algunos dejaron cicatrices leves, otros, aprendizajes profundos, y todos, sin excepción, contribuyeron a moldear la versión de mí que estaba naciendo en esta tierra ajena. Me enamoré, sí, una y otra vez, no solo de hombres, sino de la idea misma de sentir, de explorar, de arriesgarme. Era parte de desplegar esas alas, de entender que la vida en modo aleatorio también significaba abrirme a lo que el corazón pudiera encontrar en cualquier esquina.

 


Cuando has llegado a un nuevo lugar (ya sea una ciudad, un trabajo o un grupo social), ¿cuál ha sido la mayor sorpresa o el mayor desafío en cuanto a la cultura y las costumbres? ¿Cómo lo manejaste?

 

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