La Torpeza Continúa: Explorando Milán Paso a Paso (y Tropiezo a Tropiezo)
Después de mi
primera semana en mi curso de italiano, salía a la calle sintiéndome… ¡la mismísima
Sophia Loren reencarnada en una turista hiperactiva! Juro que en ese momento,
con mis tres frases mal hilvanadas sobre el "cappuccino" y el
"grazie mille", me creí capaz de conquistar Milán. "¡Prepárate,
Milano!", pensaba, "¡Jóeneth tiene mucho que ofrecer!".
Aunque, si soy
honesta, mi "mucho que ofrecer" se reducía a una promesa tácita de
devorar la mayor cantidad de pizza imaginable. Si hubiese sido un concurso
olímpico de ingestión de Margheritas, habría ganado la medalla de oro y
probablemente la de plata por la cara de felicidad. Mis conversaciones
imaginarias con los camareros se limitaban a: "Más queso, por favor, y
extra de alegría".
Pero no todo era
glotonería (bueno, casi). Después de mis clases de "Ciao, ¿come stai?",
mi ritual sagrado era caminar. Y cuando digo caminar, me refiero a una especie
de maratón turística personal. Recuerdo esos días de hacer hasta 20.000 pasos,
zigzagueando por las calles de Milán como un GPS con batería ilimitada. Mi
misión: absorber cada rincón, cada aroma a espresso, cada bocina de Vespa.
Respirar el aire, maravillarme con todo y con nada, y sentirme la protagonista
de mi propia película europea, aunque la banda sonora fuera el trajín del
tráfico y mi estómago rugiendo por más pizza.
Algunos días, mi destino era ineludible: el Duomo. Ah, el majestuoso Duomo. Ese lugar era un imán para cualquier tipo de evento cultural, desfile de moda improvisado (¡Milán es Milán!), o degustación de comida callejera (¡mi favorita!). Solía encontrar mi rincón favorito en la acera, como una observadora antropológica de la vida milanesa. Sentada allí, con la boca abierta (quizás por el asombro, quizás por anticipación a la próxima rebanada de focaccia), observaba el desfile interminable.
Veía a los elegantes italianos, con ese porte que parece venir de fábrica, y luego, a los miles de migrantes que daban a la ciudad un pulso vibrante y multicolor. En cada esquina te topabas con un árabe vendiendo pañuelos, un asiático con su cámara de fotos, un latino con su música alegre. Todos allí, ¿por vacaciones? ¿Por asentamiento? ¿O quizás buscando un refugio lejos de esos lugares donde la guerra o la pobreza no te dejan ni respirar? Era un crisol de historias y acentos, una sinfonía global que contrastaba con mis intentos de pedir un helado de dos sabores en mi italiano de principiante.
Pero lo mejor es que no siempre estaba sola en estas expediciones de "turista acelerada". ¡Ahí entró en escena Sun, mi compañera coreana del curso de italiano! Imaginen la escena: dos entusiastas lingüísticas, armadas con un diccionario de bolsillo y una determinación a prueba de errores gramaticales, listas para conquistar Milán.
Juntas, nos lanzábamos a explorar. Recuerdo nuestras caminatas por el elegante Corso Vittorio Emanuele II, un río de gente y escaparates deslumbrantes, donde nos deteníamos frente a cada vitrina, señalando con asombro y exclamando un "¡Bello!" con toda la fuerza de nuestro incipiente vocabulario. Nos perdíamos (literalmente, y a propósito) por las estrechas calles empedradas del Barrio de Brera, ese rincón bohemio lleno de galerías de arte y cafés encantadores, sintiéndonos dos artistas incomprendidas a punto de descubrir el próximo genio. Y cómo olvidar las tardes en el Distrito de los Navigli, con sus canales serpenteantes y sus puentes de cuento, donde cada farola parecía susurrar historias antiguas y cada bar prometía un aperitivo delicioso.
Nuestra comunicación era una joya de la diplomacia internacional: un "medio entendible inglés" que usábamos como base, salpicado generosamente con un "penoso italiano" que nos arrancaba carcajadas a cada frase. Intentábamos preguntar direcciones y terminábamos recibiendo explicaciones gesticuladas, o pidiendo un café y logrando que nos trajeran un dulce. Cada "Prego!" (de nada) era un logro, y cada "Scusi!" (perdón) era una oportunidad para practicar nuestra pronunciación más dramática. Sun, con su calma asiática, y yo, con mi efusividad latina, éramos el dúo dinámico de la confusión idiomática más adorable de Milán.
Y así, entre
pasos, pizzas (y Sun probando sus primeras porciones con curiosidad), y la
Torre de Babel del Duomo, con mi compañera coreana a mi lado y nuestro italiano
al borde del colapso, Milán no solo me enseñó un nuevo idioma. Me abrió los
ojos a un mundo vibrante de culturas y risas compartidas. Cada calle explorada,
cada intento fallido de conversación, y cada descubrimiento culinario era una
pequeña aventura. Sentía que, con Sun, estábamos siempre en la espera de
nuestra próxima anécdota divertida... o su próximo plato de pasta.
Más allá de los sitios turísticos, ¿qué es lo que más les gusta observar o aprender de la gente y la cultura local cuando visitan un nuevo lugar? 🤔
Pizza en Bologna, solo con ajo, salsa de tomate y albahaca. Con una masa tan maravillosa que la simpleza es un mundo de sabor.
ResponderEliminarLa simpleza mi querida Domi, la simpleza!!!!
EliminarBologna... conocida también como la Rossa, por sus techos, y sin duda por su Maravillosa comida.... de seguro tendré un post por acá.