Más Allá del Sendero: El Amor que Galopó Hacia Mí en la Cima
Hola,
¿Aún me sigues?...
Hoy les voy a
contar cómo el cerro Manquehuito,en Santiago, no solo me robó el aliento con
sus vistas, sino que también me robó el corazón de la forma más
insospechada.
Mi historia de
amor con el Manquehuito comenzó como la de muchas: buscando un escape. Llegué a
Santiago con la mochila llena de ganas de explorar, y el Manquehuito, con su
silueta imponente pero accesible, me llamó desde el primer día. Al principio,
mis visitas eran modestas: un par de horas, un poco de sudor, algunas fotos y
de vuelta a la civilización. Pero,
poco a poco, esa pequeña montaña empezó a tejer una red invisible a mi
alrededor.
Mi
primera vez en esas laderas fue de la mano de Andrés, un amigo chileno al que
le tengo un cariño inmenso y, debo admitirlo, una paciencia infinita. Recuerdo
que en esa primera ascensión, yo, con mi ingenuidad de novata, pensaba que
sería un paseo por el parque. A los diez minutos ya estaba sin aliento,
preguntándome si el Manquehuito era un cerro o una pared vertical. Andrés, con
su típico humor chileno y sin perder el ritmo, solo se reía y me decía '¡Vamos, guachita, que te falta cerro!', mientras me ofrecía un sorbo de agua y me
impulsaba a seguir. Al final, llegué a la cima arrastrándome, pero la vista y
su compañía hicieron que cada gota de sudor valiera la pena.
Me obsesioné. No
había sendero que no quisiera conocer, cada bifurcación era una invitación a
una nueva aventura. Aprendí sus atajos, sus pendientes más desafiantes y esos
rincones secretos donde la ciudad se volvía un murmullo lejano. Mis mañanas se
transformaron en un ritual: levantarme antes que el sol para verlo nacer desde
la cima, tiñendo el cielo de naranjas y violetas que me dejaban sin palabras. Y
por las tardes, ¡ah, los atardeceres! Eran como una promesa, un lienzo de fuego
que se extendía sobre la Cordillera de los Andes, dejando mi alma en completo
éxtasis.
Pero la parte
más inesperada de esta historia de amor no fue el paisaje, aunque lo amaba con
locura. Fueron ellos: los caballos. Siempre aparecían de la nada, como
fantasmas de crines al viento. Un día, mientras estaba absorta en mis
pensamientos, un grupo de ellos surgió entre los árboles. Al principio, me
asusté un poco; después de todo, ¡no es común cruzarse con caballos salvajes en
medio de la ciudad! Pero su presencia era tan majestuosa y tranquila que pronto
se convirtieron en mi compañía favorita.
No eran caballos
que se dejaran tocar fácilmente, ni yo intentaba domesticarlos. Era una
conexión silenciosa, de respeto mutuo. Caminábamos por los mismos senderos,
compartiendo el mismo aire fresco y los mismos silencios contemplativos. A
veces, me detenía a observarlos desde lejos, fascinada por su libertad, por la
forma en que se movían con esa gracia indómita. Era como si el Manquehuito me
los enviara, sus guardianes silenciosos, para recordarme que en la naturaleza
hay maravillas que van más allá de lo que podemos ver.
Y fue ahí, entre
el aire fresco de la montaña, la promesa de cada amanecer, la melancolía de
cada atardecer y la compañía inesperada de estos nobles equinos, donde me di
cuenta. Me había enamorado. No solo del Manquehuito, con sus senderos y sus
vistas infinitas. Me había enamorado de la sensación de libertad que me daba,
de la paz que encontraba en sus cumbres y, sí, me había enamorado de la magia
de esos caballos que aparecían para recordarme la belleza de lo inesperado.
Así que, si
alguna vez visitan Santiago, les recomiendo una cita a ciegas con el
Manquehuito. Quizás no encuentren un romance de película, pero les aseguro que
encontrarán algo mucho más profundo: una conexión con la naturaleza, con
ustedes mismos, y tal vez, si tienen suerte, con un par de ojos curiosos y una
melena al viento que les recuerde que la vida, en su modo más aleatorio y
hermoso, es una invitación constante a lo inesperado.
¿Están listos
para su propia aventura?
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