La Sombra del "Lo Tienes Todo": Mi Lucha por el Merecimiento

 

Hoy, mi mente es un tren de alta velocidad en una vía de carretas, y mis palabras, ah, mis palabras... ellas son las viajeras torpes que se caen de los vagones al intentar explicar el paisaje. Siempre he sentido que mi verdadero idioma es el silencio de un lápiz y un papel o del teclado, donde las ideas no tropiezan con la lengua y se ordenan con la delicadeza de un chef Michelin. Pero el tema de hoy, el Merecimiento, requiere que me atreva a pronunciarlo, aunque sea por escrito.

Hasta hace poco, la palabra "merecimiento" era para mí un cuento de hadas ajeno, algo que no creía que existiera fuera de los libros: hermosa en concepto, pero ajena a mi realidad. O peor aún, me parecía un traje que simplemente no me quedaba.

La Paradoja de lo que 'Me Dieron': El Origen de una Inseguridad

Para entender esto, debo retroceder a mi niñez, aunque los recuerdos sean como fotografías antiguas, algunas nítidas, otras descoloridas. No nací en cuna de oro; mis padres, de familias humildes, vivieron la época del "sacrificio es la virtud máxima". Y válido, ¡eh!, no lo discuto. Con un esfuerzo titánico, nos dieron a mi hermano y a mí —y a veces hasta a la familia extendida— todo lo que tuvimos. Y aquí recalco algo: no fui la niña de "pedir, pedir", no andaba detrás del último videojuego o la Barbie de moda. Simplemente, ellos me lo daban. Viajes, juguetes, y lo más valioso: oportunidades.


Pero la paradoja comenzó en el colegio, en el bachillerato, en la universidad, e incluso, ¡ay!, sigue hoy en día. Mis amigos, con esa naturalidad que a veces tienen las palabras no medidas, o quizás, desde una percepción distinta a la mía, lanzaban comentarios que, sin querer, se me clavaban como dardos. "¡Tú lo tienes todo!", decían. O, con un tono que mezclaba una observación y un ligero asombro, "Es que tú eres muy 'fifi'" (un término que en Venezuela se aplica a quienes parecen tener una vida de privilegios o se les asocia con un estatus social elevado, a menudo con la implicación de que no se han esforzado). 

Y créanme, eso no me hacía sentir ni grande, ni mi ego se inflaba como un globo de helio. Al contrario, era como si una pequeña bruja de la inseguridad se instalara en mi ser y susurrara: "No eres merecedora. Esto no es tuyo. Es un error, un regalo que no pediste y no te corresponde." Una disminución tan grande en mi Ser, que me hacía sentir como una impostora de mi propia vida. Y lo más loco es que ese sentimiento persistía incluso ahora, cuando con mis propios medios, ¡sí, con mi propio esfuerzo!, he logrado cosas.

Siempre he tratado de no dar alarde de mis éxitos personales, claro está. Porque, increíblemente, a menudo, sin siquiera plantearme objetivos gigantes, las puertas se abrían solas. Como si el universo tuviera mi mapa y me dijera: "Por aquí, Jóeneth. Aquí hay otra oportunidad que ni sabías que querías". Y cuando me he sentido en la cúspide de algo —un logro, una oportunidad—, esa bruja me pellizcaba: "No eres merecedora". Y yo, en un acto reflejo, intentaba disminuir mis propios triunfos, como si al hacerlos pequeños frente a mis amigos, esa voz interna se callara.

Todo conecta, ¿verdad? Esto se entrelaza directamente con mi post sobre la celebración de los éxitos de mis amigos: si no podía celebrar los míos, ¿cómo es posible celebrar los de ellos sin esa sombra de "no merezco"?. Pero lo hacía y lo sigo haciendo.

Mi Batalla con la Independencia: Conquistar y Aceptar

Pero bueno, este último tiempo ha sido un trabajo arduo, casi como subir el Ávila descalza. Me he dado permiso para sentirme merecedora: de amor, de que me inviten a comer... Y aquí es donde mi independencia, esa vieja amiga terca que siempre me ha acompañado, ha tenido que hacer algunas concesiones. Porque Jóeneth, la mujer que desde chiquita supo que su lema era "¡Yo sola puedo conseguirme el cielo y decorarlo con escarcha (purpurina, brillantina)!", ha tenido que aprender que, a veces, el cielo llega empacado para llevar, cortesía de alguien más.

Esa frase, que siempre fue mi bandera, mi escudo y mi motor, a veces se convertía en mi propia celda. Me costaba horrores aceptar ayuda, un cumplido, o incluso que alguien pagara la cuenta en una cena. Era como si mi independencia, tan forjada a pulso, me susurrara: "Si lo aceptas, no eres tan fuerte. Si te lo dan, no lo has ganado". Y así, la Jóeneth que conquistaba mundos sola, se sentía incómoda ante un simple gesto de cariño o generosidad.

Reflexión Final

Este viaje, tan personal y a veces tan solitario, me ha demostrado que el merecimiento no es un premio que se gana con un esfuerzo desmedido o que nos otorgan los demás, sino un permiso que nos damos a nosotros mismos. Es la audacia de reconocer nuestra propia valía, incluso cuando la bruja de la inseguridad susurra lo contrario. Estoy aprendiendo que la fuerza no está solo en poder conquistar mundos sola, sino en la valentía de aceptar un café, un cumplido o un gesto de cariño. Porque al final, la verdadera independencia es la que nos libera de las cárceles mentales que nos hemos construido. Y en ese proceso de cultivar mi Ser, para luego Hacer, y solo entonces Tener, me he dado cuenta de que el mundo se expandió... ¿y por qué no yo?

Comentarios

  1. Eres merecedora de cada una de las cosas bonitas que te pasan!. ¡Déjate querer!

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